He tardado veintiún años en quererme
y aún me cuesta creerme.
Soy de las que se dedican a plantar
en vez de a deshojar tréboles.
Mi suerte no tiene nombre,
pero duerme en el lado que no se atreve
a ocupar nadie.
Se toca el pelo como queriéndome
decir algo.
Y mis ojos se vuelven madera mojada de
tanto llorar
por verse entre los dedos del niño más
valiente,
el miedo.
Miedo a saber convivir con la vida,
a dejar de escribir
por tenerte enfrente,
a saciarme contigo
y que signifique libremente.
Miedo a leerte con
la mente
a no querer salir
de tu cama en muchísimos daños.
A serte infiel
con tu espalda,
a jurar amor eterno
al olvido de olvidarte.
Me temo
por no
saber ser triste
si no es en tu llanto.
Miedo, en
definitiva
a dejar de
temer el futuro
si viene de tu
mano.